jueves, 5 de julio de 2007

LA CORISTA...Y LUEGO TAMBIÉN EL PRÍNCIPE


La película que me va a ocupar a continuación (El príncipe y la corista, The prince and the showgirl, Laurence Olivier, 1957) no es de lo mejor de su director, ni de la inmensa mayoría de sus actores. Se trata de una comedia, pero tiene momentos soporíferos que te hacen dudar de tal calificación. No destaca especialmente por su montaje ni por el guión ni por su escenografía (superpoblada de escenarios falsos). Posee, eso sí, una deslumbrante fotografía con colores vivos y elegantes, y una base teatral notable en la obra de Terence Rattigan The prince and the showgirl, dotada de diálogos chispeantes y cómicas situaciones que la película tampoco termina de apurar. Pero, ante todo, por encima de todo, posee a Marilyn Monroe. O mejor, Marilyn posee a la película...Se dijo de ésta que se trataba de un duelo calculado por un supuestamente megalómano Laurence Olivier para poner en evidencia las dotes interpretativas de Monroe. Si fue así, las cosas no le salieron bien a Sir Olivier, pues únicamente merecen comentarios elogiosos las escenas en las que Marilyn aparece, y la película es eso, finalmente: Marilyn. Las malas lenguas se metían con ella alegando que no tenía ni idea de interpretación. Yo, en cambio, digo y declaro que Marilyn no sólo era una excelente actriz, sino que era la actriz por naturaleza, que su don era algo exclusivo y nunca igualado, por mucho que se la haya intentado remedar. Este es uno de los más claros ejemplos de su hacer peculiar: su naturalidad triunfa aquí sobre las maneras histriónicas de Laurence Olivier; la espontaneidad sobre la teatralidad; la vida sobre el artificio...si esta película posee momentos de comedia es porque Marilyn los pone (Laurence sólo lo intenta), si posee encanto y emotividad es porque Marilyn los derrocha, si se puede ver con agrado, es gracias a Marilyn. Para el olvido la imagen y la colección de recursos extrañísimos que Olivier despliega (rozando en ocasiones el ridículo); para el recuerdo perdurable los momentos que Marilyn nos brinda y que no desmerecen de otros suyos como el revuelo de faldas en La tentación..., su carrera tras el chorro de vapor del tren en Con faldas...o su archierótica manera de interpretar "Kiss" en Niágara (entre tantos otros). El fox-trot matutino, la borrachera con frase antológica ("qué bonitos querubines en el techo"), las pícaras tretas para escapar de la conquista torpe y rijosa de Olivier, la manera de envolver y seducir a éste a base de encanto no exento de ingenio, la emoción en Westminster mientras coronan al nuevo rey hacen que la Elsie Marina de Norma Jean sea adorada por la cámara mientras que todo su entorno se ve desenmascarado en su vacuidad. No entendemos por qué Elsie-Monroe se enamora de Olivier-"Gran Ducal ", pero es lo mismo, Marilyn vuelve a triunfar dejando boquiabiertos a quienes la señalan con el dedo acusador (y celoso) de la incompetencia. Cuando al fin el insólito romance se rompa ("Gran Ducal" vuelve a Carpatia y Elsie no termina su contrato con el teatro), es grande la alegría que experimentamos porque Marilyn-Marina no va a terminar sus días baboseada por ese monstruo "ducado". Los terminará una triste noche de agosto de una triste realidad, pero, como diría el maestro Wilder, esa es otra historia.