jueves, 8 de mayo de 2008

LOS CHICOS DE LA BANDA

Tuve la oportunidad de ver "Los chicos de la banda" (The boys in the band, William Friedkin, 1970) en un ciclo denominado "Cine de medianoche" hace ya unos cuantos años, cuando en la TVE imperaban las maneras de un tal Calviño. Lo cierto es que no sé qué pintaba un título como éste entre películas que tendían a mostrar en la minipantalla, ante todo, el cuerpo humano desprovisto de ropajes superfluos y entregado a actos hasta entonces vistos como nefandos (el repertorio era heterogéneo: figuraban en la nocturna cartelera títulos como "Portero de Noche" de la Cavani, "El último tango en París" de Bertolucci e incluso la magnífica "El imperio de los sentidos" de Nagisa Oshima, al lado de películas directamente impresentables cuyo título ni recuerdo, con la excepción del bodrio "soft" "Enmanuelle" pergeñado/chapuceado a mayor gloria de la finísima pero al fin cachonda Silvia Kristel por Just Jaeckin). Dentro de esta gama de filmes, destacaba "Los chicos de la banda" porque en ella no había desnudos, coitos, látigos, felaciones, consoladores, etc. sino que lo "escabroso" se situaba aquí en el mundo psicológico que se nos mostraba, el de un grupo de homosexuales masculinos reunidos con motivo de la fiesta de cumpleaños de uno de ellos. La obra estaba dirigida por el que sería el archifamoso director de "El exorcista" (The exorcist, 1973) y de otras notables y bastante desconocidas como Rampage (1988), y tiene base en la obra teatral de Mart Crowley del mismo título que el propio autor guionizó para la película. Por supuesto el tema no era muy tratado por las teles cañís ni por cualquier cosa/ser que fuese cañí en la época, lo que implicaba que el mundo al que asistíamos salía a la luz con toda su parafernalia, sus conflictos, sus tristezas, su desarraigo, su melancolía y, sobre todo, el hecho de que se nos hablaba de seres humanos y no de monstruos de feria ni de marcianos ni de seres a los que, como a la futura nena poseída de Friedkin -nena con una preocupante tortícolis jaja- había que realizar un minucioso exorcismo para evitar su condenación al fuego eterno. En la cinta nos encontramos con varios tipos de homosexuales -¿o deberíamos decir "arquetipos"?-: está Emory, la "mariquita loca" o plumero multicolor interpretado fabulosamente por Cliff Gorman (uno de los pocos actores no homosexuales de la peli), del que todo quisque se ríe pero que acaba demostrando mucha más entidad humana que el otro protagonista, Michael (Kenneth Nelson), un homosexual que no quiere serlo y que durante la fiesta de cumpleaños que organiza en su casa para uno de sus amigos, se desmelena y ataca despiadadamente a sus compañeros organizando un juego cruel en el que se pretende demostrar que un homosexual ni ama ni es amado. Entre medias, hallamos un joven prostituto cuya profesión se intuye motivada por causas alimenticias (Bob LaTourneaux) y un lavacoches que sostiene la vida de lujos de Michael (Frederick Combs). Y luego tenemos representantes gays de distintas razas, como Harold, un judío picado de viruelas que es realmente un prodigio de dialéctica y socarronería (Leonard Frey, luego visto en "El violinista en el tejado", Fiddler on the roof, Norman Jewison, 1971), un librero negro en exceso bonachón (Reuben Greene) -ambos añaden a la diferencia sexual, la marginación por su diferencia étnica y racial en una sociedad tan racista como la norteamericana, incluso entre sus propios compañeros gays-. Y una pareja con desavenencias formada por un "chaser", es decir, un cazador, que se lo puede hacer con el panadero, el lechero, etc., y un honrado profesor de matemáticas bisexual "pero con una clara preferencia" que es todo lo contrario al anterior. Por último, para rematar este microcosmos, el homosexual indeciso, que no sabe a qué atenerse, que se ve impelido a ser lo que quizá no es por una sociedad homogeneizante y represora. La tensión del film está muy bien graduada, vamos desde el bullicio festivo hasta la amargura violenta y lúgubre, desde los movimientos saltarines de cámara hasta los primeros planos testimoniales para terminar con un estallido de violencia paroxística, con un enloquecimiento paralelo de lente, a cargo del personaje de Michael (Kenneth Nelson). Al final queda la impresión de que hemos asistido a un drama plenamente humano, colocado en la pantalla con sumo cuidado, respeto y objetividad, un drama que ha conseguido ampliamente su fin: ilustrarnos, absorbernos y conmovernos.
Quizá visto con los ojos de nuestra época, se haya convertido en un film "avejentado", al abandonar el tema su armario de siglos (aunque aún no del todo, no nos confiemos), pero según mi opinión sigue apasionando en su deseo de mostrar cómo el ser humano lo es ante todo, frente a todo y contra todo.