lunes, 2 de febrero de 2009

SECUESTRADORES DE CUERPOS

Tercera versión cinematográfica de la novela de Jack Finney "La invasión de los ladrones de cuerpos" (The body snatchers), "Secuestradores de cuerpos" (Body snatchers, Abel Ferrara, 1993) no es para nada la basura que se nos hizo, hace y hará seguir creyendo. Tachada de innecesaria, poco original, aburrida, desmañada, pobre en efectos especiales, chapuza suprema, destinada a públicos adolescentes con poca materia gris, etc. de etcs.; condenada al ostracismo crítico y de público (en España se estrenó directamente en vídeo), la verdad es que "Secuestradores de cuerpos" sólo cuenta con dos pecados, a mi humilde entender: competir con las versiones anteriores, ambas muy logradas y repletas de hallazgos de todo tipo (las archiconocidas de Don Siegel, de 1956, que por cierto, también fue objeto de polémica en su día, y la de Philip Kaufman de 1978), y contar con un reparto protagonista de veras mediocre (el guaperas, ya extinto como tal, Billy Wirth, y la algo más estimulante, pero tampoco nada del otro mundo, Gabrielle Anwar), que, no obstante se ve arropado por otras presencias que, aunque puntuales, son más difíciles de olvidar: un Forest Whitaker histérico, relevando al Kevin McCarthy de los anteriores snatchers y atiborrado de anfetas para evitar el sueño; un Lee Ermey, aquel sargento magníficamente odioso de "La chaqueta metálica" (Full Metal Jacket, Stanley Kubrick, 1987), aquí cabecilla también militroncho de nuestras vainas preferidas, y sobre todo una muy malsana e hipnótica Meg Tilly, hoy más bien desaparecida del mapa interpretativo.

El horror a la pérdida de la identidad, la homogeneización de ideas, la forzada pertenencia al grupo como única salida a los "problemas" que la mente y el corazón humanos provocan, toman forma en este film con fuerza singular y original en ocasiones, a pesar de que la película no duda en tomar prestados descubrimientos de los filmes anteriores, como el famoso grito acusador, que Meg Tilly dota de una escalofriante personalidad propia, tal como Donald Sutherland lo hacía en la anterior versión, o el fingimiento de frialdad por parte de los humanos para pasar inadvertidos entre sus invasores-vaina (con cierta cualidad de alga que aquí se les da). Entre sus muchos aciertos, algunas escenas capaces de sacudir al espectador, en especial la de la guardería, en la que percibimos horrorizados cómo el pequeño hermano de la protagonista está rodeado de alienígenas a través de la exclusiva individualidad de su pintura; o el emplazamiento de la acción, una base militar, donde la disciplina, la regla, la adoración del grupo y la aniquilación del individuo crean el perfecto caldo de cultivo para la invasión...por no hablar de los títulos de crédito sinópticos, o de la música del ya habitual de Ferrara, Joe Delia, trepidante hasta rozar el paroxismo...Y esto lo máximo, lo dejo para lo último por ser precisamente el final de la película, al que se le ha achacado ser abierto, un no final, un final incomprensible y no sé cuántas cosas más, cuando expresa de forma bien notoria y potente algo que un maestro como Richard Matheson ya había desarrollado en su grandioso libro "Soy leyenda": la conversión de los protagonistas en los "raros" de la función y la toma de carta de naturaleza por parte de los invasores, a quienes desde un helicóptero aquéllos intentarán masacrar con violencia exacerbada. Y el alucinante aterrizaje que tendrá que producirse alguna vez, cuando el sueño venza, y ese rostro de militar que dirige desde un siniestro atardecer ese aterrizaje, reflejando que la invasión ha alcanzado la globalidad y que nuestros jóvenes protagonistas están perdidos, porque "ya no queda lugar donde esconderse".

Perfecta la frase para ilustrar lo que sucede a nuestro alrededor cada día: las "vainas-alga" acechan desde cualquier rincón, o mejor, desde cualquier cabeza hueca, esperando nuestros sesteos para convertirnos en más de lo mismo. A velar...