lunes, 9 de noviembre de 2009

ADORABLES VECINOS


De nuevo toca una de dibus, esta vez perteneciente al estudio de animación japonés Ghibli, se trata de una de sus menos conocidas muestras, a pesar de que la criatura protagonista dará logo a las posteriores producciones del estudio. Por si no habéis adivinado ya, estoy hablando de “Mi vecino Totoro” (Tonari no Totoro, Hayao Miyazaki, 1988).
Nunca estrenada en salas comerciales fuera de Japón y con un extraño estreno nipón junto a otra de las más representativas películas de Ghibli, “La tumba de las luciérnagas”(Hotaru no haka, Isao Takahata, 1988), quizá su fracaso de público se resintió de ello, ya que “La tumba…” es un film en exceso duro de cara al público infantil.
“Mi vecino Totoro”, siendo una película para niños, logra el gusto adulto precisamente merced a su observación exquisita y nada empalagosa del mundo de la infancia, al tiempo que expone sin que chirríe la posibilidad de una coexistencia armoniosa entre ser humano y mundo natural. Al primero lo representan niños o adultos que no han olvidado su infancia, y al segundo unos diosecillos amigables, simpáticos, dadivosos (también terribles), en esencia enraizados en la mitología japonesa: los Conejillos del Polvo, los tres Totoros, Grande, Mediano y Pequeño, y el Gatobús, todos ellos de aspecto sorprendente, en algún caso con alguna inspiración occidental (el Gatobús posee reminiscencias del Gato de Cheshire dibujado por John Tenniel para "Alicia en el País de las Maravillas", Alice in Wonderland, de Lewis Carroll).
Totoro, en su triple formato, es descubierto por la curiosidad infantil de la niña pequeña, Mei. Sin embargo, el padre advierte que Totoro puede ser encontrado únicamente cuando él quiere. El Totoro grande es el Rey del Bosque, como dice el padre a las niñas, reúne en su anatomía características de distintas especies animales, las más notorias el conejo, el búho y el gato; vive en el interior de un milenario árbol sagrado (un alcanforero) junto a los Totoros pequeños, es capaz de crear los vientos y de hacer crecer las plantas, vuela como tantas otras criaturas de Miyazaki, y la mayor parte del tiempo duerme plácidamente, eso cuando no se desplaza mediante el Gatobús. El Gatobús es una criatura híbrida de gato, ciempiés y autobús, pero sin referencia alguna a la estética cíber tan cara al manga: los acogedores asientos los forma el pelaje gatuno, la puerta se abre como una boca, los faros son los ojos del gato, etc. Es avisado por Totoro mediante un característico alarido que forma eco, y, como su nombre indica, hace de autobús para aquél y sus amigos, desplazándose a gran velocidad y sin ser visto, por medio de sus muchos pares de patas. Por su parte, los Conejillos del Polvo, en realidad llamados “Makkuro Kurosuke” (‘ser negrísimo y oscurísimo’), son tímidos y frágiles espíritus en forma de bolita negra con dos ojillos blancos, que habitan en los oscuros rincones de las viejas viviendas, convirtiéndolo todo en polvo. Su iconografía será retomada por Miyazaki para las criaturas del hollín que ayudan al aracnoideo Kamaji y a la niña Chihiro en “El viaje de Chihiro” (Sen to Chihiro no Kamikakushi, 2001).
Película serena, evocadora, de peripecia mínima, lo que no implica que aburra en ningún momento; impecable en cuanto a los apartados visual y musical (compone Jo Isaishi, el habitual de Miyazaki y de Takeshi Kitano) y en cuanto a la construcción de personajes (algunos como la madre deudores del itinerario vital del propio Miyazaki); rica en sugerencias y en elementos sensoriales, admirable por el tono general de felicidad que la impregna, y, en fin, en cierto modo emparentada con la extraordinaria filmografía del director Yasujiro Ozu, precisa de urgente visión o revisión por parte de todo aquel que ame el CINE en sus múltiples formas.