sábado, 13 de febrero de 2010

BÀTHORY LA ROJA


Es "El rojo en los labios" (Les levrès rouges, Harry Kümel, 1971) un título bien resbaladizo, no sólo porque a este servidor no le ha sido fácil encontrarlo hasta muy recientes fechas, sino porque aquél es sólo uno de los muchos títulos que la cinta posee (entre otros, Daughters of darkness, Erzebeth, The promise of red lips, La vestale di Satana…).
El argumento parte del viaje interrumpido de una pareja de recién casados (John Karlen y Danielle Ouimet) en un apartado hotel de una ciudad tan sugestiva como Ostende, adonde también va a parar nada menos que la legendaria Condesa Bàthory (Delphine Seyrig) acompañada de su asistenta Ilona (Andrea Rau). Poco a poco, las relaciones entre ambas parejas se complican, confirmando el espectador por el camino que Bàthory e Ilona son un par de vampiras que poco antes han dejado seca la ciudad de Brujas.
Se trata de un film atípico e inaugural, cuya vía intentarían seguir muchos años después películas como “El ansia”, o en ciertos aspectos, “La muerte os sienta tan bien" (Death becomes her, Robert Zemeckis, 1993). Aquí los vampiros se reconocen por sus modos y maneras, más que por sus colmillos, también por la parte que les concede la leyenda (es obvio que Elisabeth Bàthory ha de ser una criatura de la noche chupadora de rojos jugos vitales).
La asombrosa cualidad atmosférica del film parte de una valoración fantástica que el cineasta Kümel concede a determinados elementos de la escenografía y del vestuario: la capa de Bàthory pasa en dos breves pero contundentes escenas de ser una prenda vistosa a conformar las alas de un murciélago, el barco abandonado sugiere la llegada del vampiro y la desolación que éste provoca, el hotel en medio de la nada tiene aspecto fantasmagórico; el coche rojo parece una criatura despellejada, el lápiz de labios en Bàthory e Ilona se confunde con el mismo rojo-sangre labial, etc.
En cuanto a las tablas de la ley vampíricas, obligan sólo en parte: Bàthory e Ilona se reflejan en espejos, pero no consumen alimentos, no pueden acercarse al agua corriente ni a la luz del sol, y una y otra, al transgredir esos límites, encontrarán su fin de una manera consustancial al mito: cardialmente espetadas.
Momentos muy divertidos (la condesa esperando a sus víctimas mientras hace ganchillo) se conjugan con otros de un perverso erotismo (la relación sadomaso entre los esposos, la malsana inclinación del chico hacia las muertes violentas acaecidas en Brujas, todo lo relativo a la posesión de la chica por parte de Seyrig o a la del chico por Rau), y con otros más al borde mismo del ridículo (el enterramiento de Ilona, el que la suegra de Ouimet resulte ser una “drag queen” en su camerino, la lucha de las vampiresas contra el macho John Karlen y su azaroso sangrado), cuando no como sacados de un teatro de marionetas (el cuerpo de John Karlen es arrojado a un arroyo donde todo parece pequeño y de pega, incluido él, o el supuesto fin de la Bàthory a la luz del día). Sin embargo, incluso estos últimos alcanzan entidad dentro de un film en el que la magia y el juego cuentan con cierto protagonismo.
Mención muy aparte merece la riquísima interpretación que de la Condesa Bàthory realiza la marienbadiana Delphine Seyrig, uno de los grandes pilares de la película y a mi juicio la mejor vampira que haya contenido el cine. A destacar también las particularidades morboso-anatómicas de Andrea Rau en el papel de Ilona y su evocador peinado a lo Lulú/Louise Brooks.
Todo ello conformando un film raro, elegante, sensual, lúdico, turbador, pariente cercano de esa obra maestra de Kümel titulada Malpertuis (1973), y que sin duda nutrirá todos esos ojos ya rojos de tanto mirar, pero aún hambrientos de otras muchas miradas.