domingo, 20 de junio de 2010

FARAONES EN POLONIA

La filmografía sobre el antiguo Egipto casi siempre se nutre de Hollywood, donde se ha vislumbrado dicho espacio-tiempo mediante generosas dosis de cartón-piedra y, en cambio, escasa credibilidad histórica; no poco glamour -nada desdeñable el morbo de contemplar exóticamente vestidas/desvestidas a conocidas estrellas-, y casi siempre llevando a un terreno plácidamente ortodoxo el mundo pagano que sugieren las imágenes. Así, nos topamos con películas como "Sinuhé el egipcio" (The Egyptian, Michael Curtiz, 1954), según Mika Waltari e inicialmente protagonizable por Marlon Brando; "Tierra de faraones"(Land of the Pharaohs, Howard Hawks, 1955), donde una incipiente y ya viciosilla Joan Collins acaparaba casi todo el interés, y eso que el guión era de William Faulkner y la dirección de Howard Hawks; "Cleopatra" (Joseph L. Mankiewicz, 1963), rebosante de diálogos shakesperianos pero aburridísima y rodada a mayor gloria de una pomposa Liz Taylor, o "Los diez mandamientos" (The Ten Commandments, Cecil B. De Mille, 1956), protagonizada por un Charlton Heston decidido a dejar claro que para pectorales, los suyos. Éstas y otras obras conseguían, por lo general, captar al grueso de la audiencia mostrando a sus ojos un Egipto espectacular pero falso, aséptico, hueco.

En cambio, la producción polaca "Faraón" (Faraon, Jerzy Kawalerowicz, 1966), alzándose hoy victoriosa de los tijeretazos de la incomprensión y la censura, propone en época más tardía a la del rodaje de aquellos aparatosos peplums algo muy distinto: realismo histórico, pese a basarse en una novela falaz y cargada de anacronismos debida a Boleslaw Prus y referida a dos reinados ficticios de la dinastía de los Ramésidas; vestuario e interpretaciones inspiradas en la escultura y la pintura egipcias (magistral la hierática interpretación de los actores), banda sonora sostenida en los inquietantes cánticos sacerdotales, dotados de mayor verosimilitud que aquellas colosales partituras de Miklós Rózsa, Alex North o Dimitri Tiomkin; abierto naturalismo (no se tiene ningún inconveniente en mostrar el cuerpo desnudo de actores y, sobre todo, de actrices), ritmo más pausado, esmero en la composición de las imágenes y movimientos de cámara imaginativos y virtuosos a cargo de un genial Jerzy Kawalerowicz, autor de la también excelente "Madre Juana de los Ángeles" (Matka Joanna Od Aniolów, 1961), sobre el caso de las endemoniadas de Loudun.

El argumento se centra, huyendo de cualquier clase de maniqueísmo (opine el espectador quién es el bueno y quién el malo), en el enfrentamiento entre el poderoso y enriquecido orden sacerdotal, liderado por Herhor, un absorbente Piotr Pawlowski, y el real, encarnado por un heredero al trono descreído, disipado e inconformista (notable Jerzy Zelnik). La cámara asiste a un momento delicado para Egipto: país endeudado y con un gobierno débil, amenaza de invasión asiria, tesoro acumulado y escondido por el clero egipcio, pacto de éste con Asiria prometiendo Fenicia a cambio de Israel, y asunción de un soberano joven, fuerte y decidido a arrebatar su tesoro a los sacerdotes y a hacer la guerra a los asirios. Pese a tratarse, como hemos dicho, de una trama anacrónica e históricamente falsa, Kawalerowicz presta a su filme un mensaje político subliminal: el mundo teocrático egipcio y la realidad polaca contemporánea al rodaje poseen similitudes, y también las hay entre aquél y las más variopintas civilizaciones, culturas, sociedades, etc.: la manipulación de las clases inferiores por parte de las dominantes y los conflictos internos de éstas últimas por la acumulación, mantenimiento y disfrute de poder y riqueza.

Los fragmentos para el recuerdo son numerosos: la lucha de escarabajos peloteros por su bola de caca que abre el film, cierra el paso a las tropas por su carácter sagrado y viene a constituir una certera metáfora de todo lo que la película va a exponer; el ceremonial que implica el embalsamamiento de papá Ramsés, la terrible matanza del caballo asirio, el encuentro de Ramsés el joven con su doble, el mágico culto a Astarté a cargo de la fenicia Kama (Barbara Bryl, actriz que rezuma belleza y sensualidad por los cuatro costados), el eclipse disfrazado por los sacerdotes de ira divina y usado para neutralizar a las masas revueltas, etc.

En definitiva, pieza de autor de deslumbrante pero riguroso envoltorio, de argumento complejo y reflexivo, narrativamente soberbia, sin que el ritmo se venga abajo pese a momentos de morosidad que, a cambio, embelesan; probablemente la mejor y más ignota recreación del Egipto faraónico que ha alumbrado el cine.

miércoles, 14 de abril de 2010

CARA DE ÁNGEL

Tiene “Cara de ángel” (Angel Face, Otto Preminger, 1952) varias de las constantes del cine negro (turbios intereses, atmósferas enrarecidas, fatalidad, muerte, etc.), pero envueltas en ese sentido del delirio tan caro a su director, autor de otras películas negras considerables (¿Angel o diablo?, Fallen Angel, 1945; Al borde del peligro, Where the Sidewalks Ends, 1949; Vorágine, Whirlpool, 1950) e incluso magistrales y míticas (Laura, 1944).

La femme fatale imprescindible, una de las más jóvenes, extrañas y letales que haya tenido el cine negro, fue encarnada por la siempre sensacional pero aquí particularmente memorable Jean Simmons (por cierto, fallecida poco ha). Pues bien, esta pérfida, sobre cuyo eje la película y todos sus elementos giran, vive con su padre (Herbert Marshall) y la segunda esposa de éste (Barbara O’Neill) en una mansión situada sobre la cumbre de una montaña (lo cual ya implica que va a haber una o varias caídas), enloquecida por el complejo de Electra y los consiguientes celos desmedidos hacia su madura pero aún atractiva madrastra. Ambiciosa no de bienes materiales sino de amores enfermizos, aficionada a tocar el piano para esconder su monstruosidad, y, sobre todo, interesada por la mecánica del automóvil, en su tela de araña de rostro seráfico, flequillo turbador y mirada hipnótica cae un conductor de ambulancias con toda la pinta de Robert Mitchum, retomando su rol de títere al servicio de una ángela caída tras su papel de la muy hermosa y mucho más conocida “Retorno al pasado” (Out of the past, Jacques Tourneur, 1947), con la que Angel Face comparte algunos grumos de guión.

Como anécdotas destacables, el que Mitchum se viera obligado a abofetear a Simmons repetidas veces hasta que cierta escena fue del gusto del director, el que el caballeroso Mitch acabase mostrando cómo debía ser el bofetón perfecto en la cara del mismo Preminger; que por aquel entonces la veinteañera bellísima Jean Simmons fuese el capricho del psicótico magnate Howard Hughes (como tonto), y que la peli no fuera vista en España hasta treinta años después de su estreno, por considerar la censura a la protagonista excesivamente retorcida (y no lo olvidemos, poderosa).

Soberbios los ojos de la actriz, capaces de pasar en un segundo de una mirada dulce y desvalida a otra nocturna y alevosa; sensación sostenida de lo funesto, a la que no es ajena la estupenda partitura de Dimitri Tiomkin, y final de finales, magníficamente planificado y rodado, y durísimo todavía hoy.

De esas películas que hay que ver para creer, y que después de vistas todavía cuesta creer. Pero es que la fascinación es a veces así…

sábado, 13 de febrero de 2010

BÀTHORY LA ROJA


Es "El rojo en los labios" (Les levrès rouges, Harry Kümel, 1971) un título bien resbaladizo, no sólo porque a este servidor no le ha sido fácil encontrarlo hasta muy recientes fechas, sino porque aquél es sólo uno de los muchos títulos que la cinta posee (entre otros, Daughters of darkness, Erzebeth, The promise of red lips, La vestale di Satana…).
El argumento parte del viaje interrumpido de una pareja de recién casados (John Karlen y Danielle Ouimet) en un apartado hotel de una ciudad tan sugestiva como Ostende, adonde también va a parar nada menos que la legendaria Condesa Bàthory (Delphine Seyrig) acompañada de su asistenta Ilona (Andrea Rau). Poco a poco, las relaciones entre ambas parejas se complican, confirmando el espectador por el camino que Bàthory e Ilona son un par de vampiras que poco antes han dejado seca la ciudad de Brujas.
Se trata de un film atípico e inaugural, cuya vía intentarían seguir muchos años después películas como “El ansia”, o en ciertos aspectos, “La muerte os sienta tan bien" (Death becomes her, Robert Zemeckis, 1993). Aquí los vampiros se reconocen por sus modos y maneras, más que por sus colmillos, también por la parte que les concede la leyenda (es obvio que Elisabeth Bàthory ha de ser una criatura de la noche chupadora de rojos jugos vitales).
La asombrosa cualidad atmosférica del film parte de una valoración fantástica que el cineasta Kümel concede a determinados elementos de la escenografía y del vestuario: la capa de Bàthory pasa en dos breves pero contundentes escenas de ser una prenda vistosa a conformar las alas de un murciélago, el barco abandonado sugiere la llegada del vampiro y la desolación que éste provoca, el hotel en medio de la nada tiene aspecto fantasmagórico; el coche rojo parece una criatura despellejada, el lápiz de labios en Bàthory e Ilona se confunde con el mismo rojo-sangre labial, etc.
En cuanto a las tablas de la ley vampíricas, obligan sólo en parte: Bàthory e Ilona se reflejan en espejos, pero no consumen alimentos, no pueden acercarse al agua corriente ni a la luz del sol, y una y otra, al transgredir esos límites, encontrarán su fin de una manera consustancial al mito: cardialmente espetadas.
Momentos muy divertidos (la condesa esperando a sus víctimas mientras hace ganchillo) se conjugan con otros de un perverso erotismo (la relación sadomaso entre los esposos, la malsana inclinación del chico hacia las muertes violentas acaecidas en Brujas, todo lo relativo a la posesión de la chica por parte de Seyrig o a la del chico por Rau), y con otros más al borde mismo del ridículo (el enterramiento de Ilona, el que la suegra de Ouimet resulte ser una “drag queen” en su camerino, la lucha de las vampiresas contra el macho John Karlen y su azaroso sangrado), cuando no como sacados de un teatro de marionetas (el cuerpo de John Karlen es arrojado a un arroyo donde todo parece pequeño y de pega, incluido él, o el supuesto fin de la Bàthory a la luz del día). Sin embargo, incluso estos últimos alcanzan entidad dentro de un film en el que la magia y el juego cuentan con cierto protagonismo.
Mención muy aparte merece la riquísima interpretación que de la Condesa Bàthory realiza la marienbadiana Delphine Seyrig, uno de los grandes pilares de la película y a mi juicio la mejor vampira que haya contenido el cine. A destacar también las particularidades morboso-anatómicas de Andrea Rau en el papel de Ilona y su evocador peinado a lo Lulú/Louise Brooks.
Todo ello conformando un film raro, elegante, sensual, lúdico, turbador, pariente cercano de esa obra maestra de Kümel titulada Malpertuis (1973), y que sin duda nutrirá todos esos ojos ya rojos de tanto mirar, pero aún hambrientos de otras muchas miradas.