martes, 18 de diciembre de 2007

EL "MÁS ALLÁ" EN MARTE

A "Fantasmas de Marte" (Ghosts of Mars, John Carpenter, 2001) se le vino en su día un aluvión de críticas encima, centradas, sobre todo, en la falta de química entre los componentes de la pareja protagonista (Nastasha Henstridge y Ice Cube) y su escasez de excelencia interpretativa, en la abundancia de efectos especiales, la poca originalidad del argumento (unos colonos del futuro marciano se encuentran con que los restos fantasmales de una antigua raza de guerreros marcianos se apoderan de sus cuerpos con el fin de arrojar de Marte a los humanos), el retroceso que, se dice, supone en la carrera de su director, John Carpenter, etc. Independientemente de que sea o no una buena película (conociendo bien la obra de su director, creo firmemente que la peli es, por lo menos, interesante), lo cierto es que "Fantasmas de Marte" entretiene, lo cual no es poco, y además lo hace de principio a fin, sin perder un ápice de su ritmo. Segundo, la pareja "prota" no es tan desdeñable como se achaca: Nastasha queda muy bien como dura mujer policía, las críticas a su falta de expresividad no me parecen pertinentes en esta ocasión, mientras que Ice convence como presidiario de buen corazón, de los que suelen pulular por el cine de Carpenter, cuya entidad se centra, ante todo, en constituir un complemento de la heroína, y además, añadir que ambos están arropados por muy buenos secundarios, mejor dicho secundarias (sobre todo, Joanna Cassidy, aquella inolvidable replicante gustosa de sierpes de Blade Runner, o la extraña, turbadora y nada aprovechada Clea DuVall). Tercero, la teórica falta de originalidad (a cierta gente le parece un filme más de zombies de los de George A. Romero, por no mencionar el parecido con las películas de vainas copialotodo, etc. etc.) es compensada merced a la erudición metagenérica propia de John Carpenter, sobre todo su admiración por el “Río Bravo” de Howard Hawks (Rio Bravo, 1959) y sus ambientes claustrofóbicos, su ritmo endiablado, su violencia soterrada que termina en un estallido liberador y su recreación de cínicos varones y féminas fuertes, lo cual no por ser una constante en su carrera, desde “Asalto a la comisaría del distrito 13”(Assault on Precinct 13, 1976), ha dejado de desarrollarse y enriquecerse en el tiempo con continuos aportes y variantes. Todo ello trasladado a un Marte terraformado de dentro de doscientos años. ¿Hay alguien que dé más?
A destacar, en fin, los momentos en que una desprevenida Joanna Cassidy libera de su encierro a los marcianos (el sello que guarda la entrada a su mausoleo desaparece sólo con ser tocado), una escena en la que la protagonista es poseída por uno de los espíritus alienígenas –sólo ella volverá a ser humana- y vislumbra el pasado de la posesiva raza entre las brumas de un sueño. Apenas percibimos a estos seres ciertamente terribles, pero lo poco que Carpenter nos deja ver hiela la sangre.
A no destacar la imaginería-sado de los poseídos, con un líder al que los créditos denominan Big Daddy Mars (algo no explicable, porque en la película no se le nombra jamás, al menos en lenguaje humano) y que recuerda en exceso a Marilyn Manson, o la escena que muestra la cabeza cortada de la aquí pánfila Pam Grier, porque no he visto en mi vida mayor cara de boba que ésta.
En fin, inexplicable que una película con tantos elementos dignos de recuerdo como ésta, con sus defectos por supuesto, acarree la muy mala fama que se le ha atribuido. Alguien nos explicará algún día el por qué.

martes, 4 de diciembre de 2007

VINIERON LAS LLUVIAS

He visto hace poco esta peli del año de la pera (The rains came, Clarence Brown, 1939) y me ha dejado un muy buen sabor de boca, de modo que paso a recomendarla, en razón no sólo a dicho sabor, sino a la consideración de que siendo muy famosa en su día (cuenta incluso con un remake, “Las lluvias de Ranchipur”, The rains of Ranchipur, Jean Negulesco, 1955), actualmente nadie parece remitirse a ella para nada.
En primer lugar quiero comentarla porque se trata de una de las primeras películas de catástrofes (junto con “San Francisco”, W. S. Van Dyke, 1936, o “Huracán sobre la isla” The hurricane, John Ford, 1937) y porque la catástrofe aquí mostrada está muy bien pertrechada, de forma que el cartón-piedra y algunos chorritos de agua semejan de forma muy conseguida los efectos de un terremoto más una inundación monzónica sobre una ciudad hindú llamada Ranchipur (muy exótico nombre). En segundo lugar, porque está muy bien interpretada, sobre todo por Mirna Loy, una más que excelente actriz de arrolladora personalidad que sufre hoy un cierto olvido, y por un juvenil, bronceado y “turbado” (literalmente, y en cuanto a que hace de hindú y lleva un turbante) Tyrone Power, actor que también sufriría lo suyo a causa de una supuesta petrificación de cara crónica, pero que luego demostraría con creces sus dotes interpretativas en la última etapa de su carrera (sobre todo en “El callejón de las almas perdidas”, Nightmare Alley, Edmund Goulding, 1947). En tercer lugar por las dos historias de amor semejantes que propone: la que se da entre George Brent (la más gris pareja interpretativa con la que pudo contar Bette Davis) y la poco conocida Brenda Joyce, y la surgida entre Mirna Loy y Tyrone Power. Ambas tienen un elemento digamos puro e inocente (la parte de Tyrone y Brenda) y otro aventurero, depredador sexual y harto de tal trayectoria vital (rol que les toca a Mirna y a George). Las diferencias, aparte de las que a la parte interpretativa se refieren, estriban en que, siendo ambas relaciones espoleta de una transformación espiritual de los personajes “descarriados”, en el caso de la pareja Mirna-Tyrone aquélla alcanza tintes quasi-místicos: el amor nunca llegará a realizarse ni siquiera en un beso, y será mucho más difícil de sostener y conmovedor en cuanto que Tyrone es el heredero del Maharajá muerto y Mirna estorba su futuro, por lo que se verá “quitada de en medio” al enfermar y morir, lo cual sirve además de alto pago al encuentro de ese amor puro, del que ella dice haber sido anteriormente desconocedora. Buenísima la escena de muerte que interpreta Mirna, de una forma suave y sin transiciones fenece mientras mira a Tyrone, en todo momento irradiando belleza. Igualmente inolvidable el fugaz rostro de Tyrone cuando al ser elevado a Maharajá, escucha la curiosa melodía-oración que une a ambos amantes.
En fin, una película a la que el paso del tiempo no ha conseguido envejecer y que contiene unos cuantos valores que por sí solos la sostienen y la hacen merecedora de visionado y hasta de recuerdo.

lunes, 22 de octubre de 2007

LA GUERRA DE LOS MUNDOS


La novela de H. G. Wells de la que parte esta película cuenta cómo Inglaterra era invadida por los marcianos a comienzos del siglo XX y lo hace con la perspectiva de un hombre de comienzos del siglo XX: los marcianos llegan a la Tierra a bordo de una especie de balas de cañón -siguiendo seguramente a Verne y su "Viaje a la Luna"-, su aspecto era tirando a horripilante (algo así como enormes pulpos con eterna sonrisa sardónica), tenían algo de mágico a pesar de que la mentalidad de Wells era la de un científico y así, prácticamente de la nada, construían sus trípodes mortíferos, y en el fondo, aun contando con una tecnología muy avanzada, eran unos "almas de cántaro": nuestras bacterias, microbios, virus, etc. daban buena cuenta de ellos sin que se enterasen siquiera de dónde les venía el guantazo. La novela no creo que tenga parangón con otra novela de ciencia-ficción que narre una invasión extraterrestre: Wells puso tales sentidos de la verosimilitud y minuciosidad para contarnos algo tan lejano a la experiencia , que la trama se revela como capaz de cortar el aliento en varias ocasiones y tiene pasajes aún hoy no superados. La película de 1953, dirigida por Byron Haskin (The war of the worlds), estaba ya algo desfasada, aunque el director evitaba hablar de cañones y disparos sobre la superficie de Marte para ilustrar el despegue de los marcianos camino de nuestro mundo, y presentaba una nueva gama de máquinas invasoras con pinta de "snorkel" y dos tipos de rayos destructores de gran verismo, en tonalidades verdes y anaranjadas. La película se involucraba en el subgénero de la ciencia-ficción-guerra fría, donde los extraterrestres (curiosa versión del marciano la que da Haskin, una cruce poco elegante del "peeping tom" de Powell y el David Niven de "Mesas separadas" jaja) eran en realidad el "terror rojo", como también lo era la acelga-vampiro de Christian Nyby-Howard Hawks ("El enigma de otro mundo", The thing, 1951), y la película propugnaba que la unión hace la fuerza contra el "feo" y "malo" enemigo, aparte de hacer gala de un rancio misticismo. ¿Qué decir de la versión de Spielberg? Aparte de la fidelidad que pretende mantener hacia el original de Wells (en parte ridícula en los tiempos en que vivimos, sobre todo en lo relacionado con el final de los extraterrestres) y que en seguida se pierde por los vericuetos de la ideología conservadora a la que nos tiene acostumbrados (la familia como maravilloso reducto desde el que vencer al invasor), la horrible interpretación de los actores, sobre todo del casi siempre negado Tom Cruise, en todo lo que no sea correr (esto lo borda), y algunos intentos vanos de poner la historia al día (los marcianos planearon la invasión antes de la aparición del hombre sobre la Tierra), sólo queda el indudable talento narrativo de Spielberg, que consigue salvar algunos instantes del bochorno precisamente a base de capacidad para el gran espectáculo y dominio sobre las emociones más primarias del público, todo ello arropado por el sempiterno presupuesto descomunal: así le quedan del todo aterradoras las escenas en las que los trípodes salen de la tierra y comienzan a atomizar gente (especialmente notable la desintegración en primer plano de una esforzada escapista); el ruido ensordecedor y extraño que hacen los trípodes, del que se habla en la novela de Wells, el mismo diseño de aquéllos o episodios-clave como el ataque al barco o la destrucción del primer trípode. Por otro lado, aunque la idea de la llegada de los extraterrestres a bordo de rayos parece enloquecida, Spielberg consigue hacerla creíble por medio del rostro de la pequeña Dakota Fanning, dominado por la sensación de lo funesto y único punto destacable del trabajo de los actores. Otras escenas, sin embargo, carecen de cualquier tipo de fuerza: la aparición de unos extraterrestres reptantes y como atacados de ciática, el discurso de Tim Robbins (sobrante) , la búsqueda de la familia disgregada (sobre todo la de una sosísima Miranda Otto), la hierba roja necesitada de continuas transfusiones...En fin, un film extraño, muy irregular, al que no sabes si querer u odiar, pero con fragmentos de indudable buen cine que te harán incluso saltar de tu sillón (a mí, y eso que uno no es pusilánime, me ocurrió).

miércoles, 12 de septiembre de 2007

NIÑOS MALOS Y REQUETEMALOS

Las películas de "niños malos" no son demasiado numerosas...Es lógico, no todo el mundo puede usar el concepto "niño" como algo distinto de bondad, inocencia, etc. -incluso cuando la realidad muestra cómo el niño puede llegar a ser el ser más perverso que imaginarse uno pueda-. Sin embargo, quien se ha atrevido con la a veces dura barrera de los tabúes y ha colocado a un niño de protagonista malvado de la función generalmente ha obtenido buenos resultados de toda índole, incluidos los artísticos. En este ramillete de películas, nos encontramos con todo tipo de retratos de infantes retorcidos, canallas, falsos, homicidas, carne de horca, de diván o de celda de goma, perturbadores, extraterrestres, vampiros, pequeños monstruos inconfesos o confesados, etc. Como ejemplo de niño aparentemente candoroso que en esencia es un ser depravado podemos traer a la memoria la niña llenita de pecas (Karen Balkin) que acusaba a las encantadoras Audrey Hepburn y Shirley MacLaine de "amores ilícitos" ("Calumnia", The children's hour, William Wyler, 1961) porque, ambas sus profesoras, la castigaban sin postre por sus travesuras. Entre los primores de esta "cosita" mencionar su muy cruel chantaje a otra niña cleptómana sabedora de la verdad, la llorosa Veronica Cartwright -por cierto, niña bien maltratada por el cine, a quien picoteaban los pájaros de Hitchcock y a quien, ya más crecida, perseguían las vainas espaciales de Philip Kaufman ("La invasión de los ultracuerpos", Invasion of the body snatchers, 1978) y Ridley Scott convertía en potito del "octavo pasajero"-. Añadir que la niña odiosa de "Calumnia" ya había hecho de las suyas en la versión antigua de esta obra de Lillian Hellman, "Esos tres", These three, también de William Wyler (1936) esta vez bajo los rasgos de Bonita Granville (de nombre y apellido contradictorios pero como venidos al pelo), mucho más capaz que la anterior micro-actriz de conferir a su personaje infantil una dimensión inquietantemente consciente y maquiavélica. Caso aún más extremo lo hallamos en "La mala semilla" (The bad seed, Mervin LeRoy, 1956), con niña coletuda de apariencia cursi (Patty McCormack) operando desde su apariencia hecha toda de encajes, embaucando a sus mayores, e incluso asesinándolos. La genética, en este caso, explicaba el comportamiento de la niña (descendiente de una abuela asesina, pirómana, presidiaria y ejecutada). Otro caso remarcable de niño de fachada dulce pero de contenido harto reprensible es el del Macaulay Culkin de "El buen hijo" (The good son, Joseph Ruben, 1993), que a pesar de las sempiternas limitaciones de este actor, consigue alcanzar un elevado tono de perversidad al presentar a un niño bueno testigo -y blanco- de las atrocidades de Culkin y a quien, por supuesto, nadie cree (el mucho mejor actor Elijah Wood). Niño psicópata y más que peligroso es el Martin-Chris Udvarnoki de "El otro"(The other, Robert Mulligan, 1972), dotado de una doble personalidad, una buena y la otra "peor" (como diría la buenísima de Mae), sólo querido por una abuela que, no obstante, también le teme (la extraordinaria Uta Hagen), y repelente ante los ojos del resto de su familia, incluida una madre sufridora de mirada ilustrativa (la amiga de leonas buenas nacidas libres, Diana Muldaur). Los desmanes de este niño-doble llegarán al asesinato de su sobrina recién nacida y a un intento por parte de su abuela de quitarlo de en medio, que, como es de esperar, sólo resultará funesto para ella. El acierto mayor de este film consiste en mostrar con suma minuciosidad ese lado terrible que puede adquirir el mundo de la imaginación usado a conveniencia por un niño.
En ocasiones, no es el infante en sí lo que siembra el terror y el caos a su alrededor. Angelitos en principio buenos se transforman, por obra y gracia de entidades extrañas y ajenas a ellos, en todo lo contrario: el caso más repugnante es, sin duda el de la pizpireta Regan de "El exorcista" (The exorcist, William Friedkin, 1973), poseída por nada menos que un demonio babilónico de nombre sonoro (Pazuzu) sin que sepamos muy bien por qué, y transformada en un verdadero estercolero maldiciente, telequinésico, levitatorio y amigo de masturbarse con crucifijos y de hacerles la vida imposible a mamás y a curas. Film de extremada crueldad, cortado y luego recompuesto por su director, que en su día produjo salidas masivas de las salas de proyección e incluso algún patatús, alcanza, no obstante sus mayores logros en las escenas en las que Pazuzu todavía no ha tomado la forma regordeta de Linda Blair y es solamente una estatua en unas excavaciones de Nínive. Algo menos vomitivo, pero igual de diabólico es el Damien de "La profecía" (The omen, Richard Donner, 1976), nada menos que la encarnación del bíblico anticristo, que traía de cabeza a sus padres adoptivos (Gregory Peck y Lee Remick) ayudado por unos perrazos negros y una nanny con cara de ídem (Billie Whitelaw). Niños poseídos por entidades del más allá parecen ser Miles y Flora, nacidos en una novela de fantasmas de Henry James ("Otra vuelta de tuerca", The turn of the screw) y llevados al cine en varias ocasiones, aunque la más notable de la mano, y mirada, de Jack Clayton ("Suspense", The innocents, 1961), director que supo estar a la altura de la ejemplar ambigüedad de James, contando con unos actores infantiles extraordinarios, Pamela Franklin y Martin Stephens. Ejemplos de niños poseídos por extraterrestres de perversas intenciones o directamente de esta procedencia los tenemos en el pequeño reconvertido por obra y gracia de entidades ciertamente malignas en Xtro (Harry Bromley Davenport, 1981), sin lugar a dudas una de las películas más extrañas que ha parido el cine; sin olvidar el grupo homogéneo de nenes/as rubitos/as -entre los que reconocemos al magnífico Martin Stephens ya citado-, monos pero maquinales, fríos e implacables, a quien sólo la sabiduría de un humano excepcional (el gran George Sanders) podrá derrotar en sus afanes invasores, en el film británico basado en la novela de John Wyndham, The Midwich's Cuckoos, "El pueblo de los malditos", (The Village of the damned, Wolf Rilla, 1961). De esta película, con impresentable secuela, existe no obstante una estimable nueva versión de John Carpenter, en la que los niños alienígenas venían a este mundo por parejas y sólo uno de ellos se quedaba sin la suya, precisamente el salvable (o no), pero el reparto que le tocó en gracia al pobre Carpenter (que incluía a gente como la "cheer's" Kirstey Alley, el "cachazudo" Michael Paré o la "Cocodrila Dunda" Linda Koslowski) dinamitó en buena parte las buenas intenciones del conjunto. Niños mutantes, nacidos por culpa de madres dadas al anticonceptivo, entrañaron algunas de las más famosas películas de Larry Cohen, un quasi-maestro del terror a quien su reaccionarismo priva de la enjundia a la que por su a veces buena mano para provocar miedo pudiera haber aspirado ("Estoy vivo", It's alive, 1973 y dos secuelas). No obstante, niños merecedores de lástima, de quienes no es culpa preferir la carne y sangre del prójimo al clásico biberón, y a quienes a pesar de todo, se aprecia (en la primera de esta serie, la familia termina por proteger al escalofriante rorro). Niños con colmillos y adictos al hematocrito y a la protrombina de los demás, flotantes entre las nieblas nocturnas, aparentemente desvalidos pero sólo para dar pena a sus víctimas, son el benjamín de la familia Wurdalak en "Las tres caras del miedo" (I tre volti della paura, Mario Bava, 1963, basada en A. Tolstoi), los "zipi y zape" vampíricos de "El misterio de Salem's Lot" (Salem's Lot, Tobe Hopper, 1981, basada en Stephen King) o la Kirsten Dunst de "Entrevista con el vampiro" (Interview with a vampire, Neil Jordan, 1994, según Anne Rice), insaciable, caprichosa, niña eterna aunque mujer enamorada atrapada en un cuerpo diminuto, traidora a su creador, Lestat, y a quien las leyes vampíricas condenarán a la incineración solar...¡por mala!.
Niños ilustrativos de nuestras peores pesadillas, ángeles de la muerte, diablillos nimbados a quien acariciar puede costar la pérdida de la integridad, o al menos, de algunos dedos; escondidos en la oscuridad a nuestro acecho mientras le dan al chupete y al sonajero...
Igual que no hay nada ni nadie que pueda inspirar mayor ternura, ¿habrá alguien o algo que pueda llegar a dar más miedo que un niño?

viernes, 24 de agosto de 2007

VAMPIROS DE QUALITÉ

Hay en "El ansia" (The hunger, Tony Scott, 1983) una historia de vampiros prometedora (basada en una novela de Whitley Strieber), unas buenas interpretaciones, en algún caso soberbias (el de la casi siempre minusvalorada Catherine Deneuve), una fotografía que deslumbra (literalmente), efectos especiales y ópticos de un genio llamado Dick Smith, y lo que es peor, un clima de videoclip/spot publicitario que destroza en buena parte el conjunto. No obstante, esta película merece destacarse no sólo por haberse convertido en cult-movie de la cultura neogótica (Bauhaus canta al principio "Bela Lugosi is dead"), sino, entre otros variados aspectos, por el clima de melancolía que asocia a la vida eterna: los seres vampíricos que pululan por la pantalla tienen un mucho de hastío y grisura, buscan desesperados una huida a su tremenda soledad, sin conseguir éxito pleno en sus búsquedas. Miriam, la vampira-reina (Catherine Deneuve), a lo largo de su dilatada existencia, se ha procurado acompañantes-amantes que por alguna razón que no queda clara, no le duran en el tiempo. Por su parte, aquéllos están condenados a morir sin hacerlo del todo: "en la tierra, en la madera putrefacta, en la oscuridad eterna veremos, oiremos y sentiremos" le dice una tristísima Miriam a uno de sus amantes deteriorados (David Bowie, en la que probablemente sea su mejor prestación para el cine). Hay también una obsesión necrofílica en el film que bebe de obras como "La Atlántida" de Pierre Benoit, donde la Reina Antinea coleccionaba a sus amantes muertos, o "Ella" de H. Ridder Haggard, en la que otra mujer inmortal, Ayesha, mantenía incorrupto el cadáver de su amado Calícrates a la espera de su reencarnación. Así, Miriam también colecciona a sus amantes muertos-no muertos en el ático de su espléndida mansión de Manhattan, un lugar singularmente hermoso, lleno de palomas, de bellísimos cortinajes y aires dorados, ambientado siempre por una música semi-religiosa, que sin embargo encierra la tragedia de la condena de sus habitantes a una vida eterna dentro de una ataúd. Los vampiros de Tony Scott no cumplen todas las leyes habituales en estos casos: se pasean a la luz del día, carecen de colmillos, son bellos y estilizados (amantes de los "flous", los velos, la ropa new-wave: todo esto cuando no sufren de caducidad, claro), se reflejan en espejos, etc. Miriam, sin embargo, posee poderes especiales: capaz de hipnotizar, telépata, dotada de una fuerza sobrehumana y de un salvajismo animal en sus ataques. En el libro de Strieber se dice que el origen de Miriam radica en otra especie distinta de la humana; sin embargo, aquí se aventura su vampirización en la ilustración de uno de sus recuerdos (la primera vez que Sarah-Susan Sarandon sacia su ansia -en su infeliz marido-, Miriam recuerda su propio estreno en una época remota -el antiguo Egipto- al son del tintineo de los cristales de una lámpara producido por los movimientos brutales de Sarah en el piso de arriba). Este hecho hace que algunas escenas se escapen de la comprensión: desconocemos por qué a Miriam no le pasa lo mismo que a sus amantes -al llegar a cierta avanzada edad, pierden su lozanía y se transforman en momias amarillentas, con la consiguiente desesperación de Deneuve-, tampoco sabemos a ciencia cierta qué hace que ella tenga poderes que sus parejas no muestran. Por otro lado, la obsesión esteticista de Tony Scott (como su hermano Ridley, procedente de la publicidad televisiva) es tan radical que algunos momentos son de risa: en uno de ellos, Don Tony enfoca los pies de la vampira con la única motivación de mostrar los botines de diseño que la misma luce. En otro, Catherine Deneuve y Susan Sarandon tienen una escena de cama que parece sacada de un film de David Hamilton tipo "Tiernas primas" y para ilustrar la vampirización a que la primera está sometiendo a la segunda, Scott recurre a la imagen de unos glóbulos rojos danzarines (ja ja ja). Estos desastres puntuales aparte, se entiende que la peli se haya convertido en objeto de culto por los motivos arriba apuntados, aunque la novedad que se pretendía no es tal en esencia: la sangre sigue siendo el leit-motiv del vampiro, y sin ella, todo sigue siendo horror, oscuridad y ansia. Después de todo, Bela Lugosi is not dead...

jueves, 5 de julio de 2007

LA CORISTA...Y LUEGO TAMBIÉN EL PRÍNCIPE


La película que me va a ocupar a continuación (El príncipe y la corista, The prince and the showgirl, Laurence Olivier, 1957) no es de lo mejor de su director, ni de la inmensa mayoría de sus actores. Se trata de una comedia, pero tiene momentos soporíferos que te hacen dudar de tal calificación. No destaca especialmente por su montaje ni por el guión ni por su escenografía (superpoblada de escenarios falsos). Posee, eso sí, una deslumbrante fotografía con colores vivos y elegantes, y una base teatral notable en la obra de Terence Rattigan The prince and the showgirl, dotada de diálogos chispeantes y cómicas situaciones que la película tampoco termina de apurar. Pero, ante todo, por encima de todo, posee a Marilyn Monroe. O mejor, Marilyn posee a la película...Se dijo de ésta que se trataba de un duelo calculado por un supuestamente megalómano Laurence Olivier para poner en evidencia las dotes interpretativas de Monroe. Si fue así, las cosas no le salieron bien a Sir Olivier, pues únicamente merecen comentarios elogiosos las escenas en las que Marilyn aparece, y la película es eso, finalmente: Marilyn. Las malas lenguas se metían con ella alegando que no tenía ni idea de interpretación. Yo, en cambio, digo y declaro que Marilyn no sólo era una excelente actriz, sino que era la actriz por naturaleza, que su don era algo exclusivo y nunca igualado, por mucho que se la haya intentado remedar. Este es uno de los más claros ejemplos de su hacer peculiar: su naturalidad triunfa aquí sobre las maneras histriónicas de Laurence Olivier; la espontaneidad sobre la teatralidad; la vida sobre el artificio...si esta película posee momentos de comedia es porque Marilyn los pone (Laurence sólo lo intenta), si posee encanto y emotividad es porque Marilyn los derrocha, si se puede ver con agrado, es gracias a Marilyn. Para el olvido la imagen y la colección de recursos extrañísimos que Olivier despliega (rozando en ocasiones el ridículo); para el recuerdo perdurable los momentos que Marilyn nos brinda y que no desmerecen de otros suyos como el revuelo de faldas en La tentación..., su carrera tras el chorro de vapor del tren en Con faldas...o su archierótica manera de interpretar "Kiss" en Niágara (entre tantos otros). El fox-trot matutino, la borrachera con frase antológica ("qué bonitos querubines en el techo"), las pícaras tretas para escapar de la conquista torpe y rijosa de Olivier, la manera de envolver y seducir a éste a base de encanto no exento de ingenio, la emoción en Westminster mientras coronan al nuevo rey hacen que la Elsie Marina de Norma Jean sea adorada por la cámara mientras que todo su entorno se ve desenmascarado en su vacuidad. No entendemos por qué Elsie-Monroe se enamora de Olivier-"Gran Ducal ", pero es lo mismo, Marilyn vuelve a triunfar dejando boquiabiertos a quienes la señalan con el dedo acusador (y celoso) de la incompetencia. Cuando al fin el insólito romance se rompa ("Gran Ducal" vuelve a Carpatia y Elsie no termina su contrato con el teatro), es grande la alegría que experimentamos porque Marilyn-Marina no va a terminar sus días baboseada por ese monstruo "ducado". Los terminará una triste noche de agosto de una triste realidad, pero, como diría el maestro Wilder, esa es otra historia.

miércoles, 30 de mayo de 2007

AMOR CALLADO


Hay en “El último mohicano” (The last of the mohicans, Michael Mann, 1992) una historia de amor que casi podríamos calificar de embrionaria durante casi toda la trama, pero que, no se sabe muy bien si por mérito de su director (el miamiviceño Michael Mann) o porque la cosa salió así involuntariamente, presenta mucho más atractivo que la surgida entre Ojo de Halcón (Daniel Day-Lewis) y Cora (Madeleine Stowe). Se trata de la que se da entre Uncas (Eric Schweig), uno de los compañeros mohicanos de Ojo de Halcón, y Alice (Jodhi May), la a lo largo de casi toda la peripecia triste sombra de Cora, su hermana. Así como la atracción Ojo de Halcón-Cora se manifiesta en seguida de una forma arrolladora, explosiva, muy explícita y sujeta a todos y cada uno de los convencionalismos de Hollywood, el amor entre el indio sensible y la frágil blanca rebasa en pocas ocasiones su discreción; Alice aparece en un estado nervioso lamentable que la lleva a apoyarse continuamente en su bellísima, resuelta y desinhibida hermana durante casi toda la peli, mientras que Uncas guerrea junto a su padre y a Nathaniel-Ojo de Halcón, y también aparece como desvaído al lado de éste, alto, guapo, triunfador y blanco (no lo olvidemos, incluso a pesar de los tiempos), además encarnado por un actor “british”. Una y otro son unos fracasados de su época, pero a mi entender de romántico empedernido y nada al uso (modestia aparte), es en estos caldos de cultivo tan en principio adversos donde el amor puede surgir de una forma más diferenciada y apasionante. En una de las escenas en que se manifiesta, Alice, absolutamente fuera de sí a causa de las emociones pasadas, está a punto de resbalar y caerse a una cascada…en ese preciso momento surge Uncas, coge a Alice y la pone a salvo sobre el suelo. El abrazo y las caricias que el mohicano le prodiga muestran no sólo una inmensa ternura sino un mucho de desesperado y hasta de premonitorio. En efecto, ya hacia el final, Uncas luchará con el hurón Magua (un siniestro Wes Studi) y sus guerreros por Alice, a la que aquél intenta llevarse como presa de su venganza. Uncas, como un nuevo Héctor, no sobrevivirá al Malo, y tras su caída, se producirá algo así como el despertar de Alice: la muchacha, que habrá hecho un vano intento de ayudar a Uncas desasiéndose bruscamente de sus captores, elegirá morir en el mismo precipicio donde yace aquél antes que acabar con el rencoroso hurón. Alice, a la que habíamos visto como un ser cobarde e incapaz de vivir en un mundo salvaje como el que le ha tocado en gracia, mostrará una fortaleza que durante todo el film se le ha negado, y su determinación muy cercana a la de Tosca aterrará por un momento al mismísimo Magua. Unos segundos antes de su suicidio, la cámara enfoca su rostro y en ningún momento habrá aparecido más bella que en éste (es también mérito de la actriz, la otrora niña prodigio Jodhi May). Poseen tal fuerza estos instantes, que los restos de la intriga (el padre de Uncas mata a Magua, la pareja protagonista queda a salvo, unida y feliz, el ahora último mohicano reza por su hijo muerto...) ya no tienen gran interés, y se puede decir que esa historia de amor callado, tan misteriosa como sugerente, se yergue de sus profundidades como uno de los más férreos pilares de la película, por lo demás, vistosa y entretenida.

jueves, 24 de mayo de 2007

MECASMO Y CUENTA NUEVA

De "Crash" (Crash, David Cronenberg, 1996), poco se ha sabido desde su estreno hace ya unos cuantos años. En su día ganó la Mención del Jurado del Festival de Cannes y algunos premios en Canadá, patria de Cronenberg, pero cierta crítica la embistió acusándola de fría y vacua, cuando curiosamente en Estados Unidos recibió la clasificación equivalente a la antigua X española, algo debido precisamente a sus escenas "calientes". Parte de razón no le faltaba a ese sector de crítica, pues efectivamente la película es fría, porque debe serlo, y desde luego, no tiene nada de vacua: tiene, eso sí, una fotografía en tonos grises y metálicos que fomenta esa frialdad, unas escenas de sexo desapasionado que transcurren en automóviles, si son hechos cisco mejor, y un abandono del ser humano a la aventura de un placer inhumano, el que proporcionan las máquinas, los accidentes, la carne torturada, las heridas, los miembros amputados, etc. Basada en una novela de J. G. Ballard titulada del mismo modo, el mundo de ésta encaja a la perfección con los postulados habituales del cine de Cronenberg, como ya ocurría en otras adaptaciones literarias por parte de aquél ("El almuerzo desnudo", The naked lunch, 1991, sobre la novela de Burroughs a la cabeza) y por supuesto en sus guiones originales (sobre todo Videodrome, 1983): la evolución del ser humano hacia nuevos estadíos, la búsqueda de la "nueva carne", que en este caso va a ser fruto de la aproximación y la fusión de organismo y máquina. El medio, el orgasmo mecánico, casi el "mecasmo" del que hablaba John T. Sladek. La razón, el hastío por ver agotadas y descompuestas las relaciones humanas, el aburrimiento incluso por estar vivos: los protagonistas copulan entre sí sin distinciones y en medio de hierros más o menos retorcidos, Holly Hunter con James Spader, éste con Elias Koteas -aquí sin sus tortugas-ninja- y con Rossana Arquette, y sobre todo con los aparatos ortopédicos de ésta; Holly también goza a Rossana, Elias Koteas y Deborah Kara Unger (las dos presencias más inquietantes de la película) se lo hacen con todos, etc. La filosofía de lo que ocurre y va a ocurrir la posee el personaje de Elias Koteas, Vaughan, quien perseguirá y hallará la muerte, claro está, en un accidente de automóvil, pero se especula y se deja bien claro que para renacer a otro nivel, lo mismo que va a intentar sin éxito el matrimonio protagonista (Spader y Unger) en uno de los finales intelectualmente más perturbadores que haya dado el cine, más que por lo que expone (la pareja folla maltrecha junto a su coche destrozado), por lo que se prevé ocurrirá fuera de pantalla: "la próxima vez será" es la frase final.

lunes, 21 de mayo de 2007

CIELO PARA UNOS POCOS


A "La puerta del cielo" (Heaven's gate, Michael Cimino, 1980) le traicionó su desmesura en varios sentidos: su altísimo presupuesto, el metraje descomunal que Cimino rodó (se dice que unas doscientas horas) y sobre todo su fidelidad aplastante a la verdad de cómo se construye realmente un megapaís como EEUU. Graves errores, si es que por un momento nos atrevemos a llamarlos así, que acarrearon la desgracia para el film y para su director desde su misma productora, la United Artists, sumida por aquel entonces en una crisis cercana a la ruina, necesitada de un chivo expiatorio para disimular sus propios errores, función que podía desempeñar perfectamente "La puerta del cielo" y que de hecho desempeñaría a la perfección después de cortar aquí y allá y abandonarla a la incomprensión de cualquier mortal sin capacidades adivinatorias, con la consiguiente acusación de pretenciosa, burda, interminable, soporífera, bestia, etc. Así fue como una de las grandes obras cinematográficas de los últimos tiempos, y aun me atrevería a decir que de todos los tiempos, en su singularidad, su rigor histórico, su capacidad para dejarnos boquiabiertos por ese culto a la verdad, su arriesgada tesis, la de que los gloriosos EEUU se levantaron sobre la base de una bárbara ley de la selva, que de los resultados de su hechura no pudieron beneficiarse sino los poderosos, y que los poderosos pudieron serlo merced al robo, la violación, el crimen y la absoluta falta de escrúpulos. Años después de su fracaso sonado, Cimino tuvo la oportunidad de dar a su film la coherencia que le faltaba al mutilado montaje incial, y la película acaparó la atención de la crítica, se reveló como una obra maestra del cine en general, como máximo exponente del western crepuscular, se alabó su fotografía y su partitura melancólicas, las modélicas interpretaciones, de Kris Kristofferson, jamás tan expresivo; de John Hurt siempre estupendo haga de Calígula, de nidito de aliens o, como aquí, de alcoholizado hijo de papá; de la francesa Isabelle Huppert, un leitmotiv de Chabrol, inolvidable como prostituta repostera y comprometida hasta la saciedad y la muerte con el débil; las aterradoras escenas de matanza (que la muerte puede venirte en cualquier momento, de cualquier lugar, cuando te sientes más a salvo y feliz, nunca antes había sido tan duramente mostrado como aquí) y ese final de aparente sencillez pero capaz de anudar gargantas, que se limita a mostrar al último superviviente (Kristofferson), vencido y sin personalidad, con su aparente prosperidad material y el lamento por lo perdido en su mirada. Una obra a la que se le negó su condición de magistral, a seguir reivindicando.

lunes, 23 de abril de 2007

RECOBRAR LA SENDA

Es muy posible que "La senda de los elefantes" (Elephant walk, William Dieterle, 1954) no sea película para decir "qué original el argumento, qué interpretaciones maravillosas, qué uso de la cámara tan novedoso, etc." Tiene un guión muy semejante al de "Rebecca" (Rebecca, Alfred Hitchcock, 1940), pero cambiando a aquella Mrs. Danvers de capacidades hipnóticas (Judith Anderson) por un hindú con cara de estreñido (el exótico Abraham Sofaer, muy utilizado en películas de parecido corte, como "Cuando ruge la marabunta", The naked jungle, Byron Haskin, 1954), la fantasmal presencia de Rebecca por la del fallecido padre del protagonista, y a una estupenda Joan Fontaine con chaquetita birriosa y glamour en números rojos por una jovencísima-bella-no está mal como intérprete aunque todo se puede mejorar Liz Taylor, además incorporada a última hora al rodaje por causa de una enfermedad de la intérprete inicial, la siempre añorada Vivien Leigh. Tiene a unos chicos que no se creen demasiado sus papeles de marido atormentado por el espíritu de papi, el uno, y de seductor fracasado, el otro (Peter Finch y Dana Andrews, respectivamente). Y tiene unos paisajes más bien de postal de la antigua Ceylán (hoy Sri-Lanka) realzados por el uso del Technicolor. ¿Qué puede quedar de la película después de asistir a tamaña exhibición de insustancialidades cinematográficas? Algo hay, algo que trasciende desde el principio con más ímpetu que el fantasma de papaíto colonial, la misteriosa presencia de unos revelados como furiosos elefantes, que pugnan por recuperar la que había sido su antigua senda, entorpecida por la mansión donde tienen lugar los melodramáticos hechos, y que se acaban erigiendo en triunfadores absolutos de la función, cuando hartos de que no se respeten sus derechos proboscídeos, matan al hindú con cara de "non all-bran" y arremeten contra la mansión para no dejar piedra sobre piedra. Este final es un prodigio de planificación, de ritmo, de color y de elegancia que termina de bordar una labor absolutamente genial con los elefantes (a destacar el momento glorioso en que uno de los trompudos se lleva por delante la escalera por la que una aterrada Liz intenta escapar hacia las alturas). Se nota que el director, William Dieterle, autor de algunas películas de interés (sobre todo la asombrosa "Jennie", Portrait of Jennie, 1948) se sintió muy cómodo rodando este final, no así con el resto del film, y sus resultados nos transmiten toda su emoción, recompensándonos después del bombardeo a base de drama triangular postizo. Es como si el director, al igual que los elefantes, también se resarciese de este despropósito, destruyendo todo lo que supone artificio y falsedad a base de unas imágenes que parecen animadas de vida propia, que justifican el visionado de la película por sí solas, y que componen algunos de los instantes más electrizantes de la historia del cine.

viernes, 13 de abril de 2007

QUINTETO O EL ÚLTIMO JUEGO

Se ha calificado a "Quinteto" (Quintet, Robert Altman, 1979) de película críptica, ininteligible, inútil, pretenciosa, pedante, etc. Sin embargo, vengo yo aquí a reivindicarla, no porque me parezca una película soberbia (aunque tampoco es mala, ¿eh?) sino por el cúmulo de curiosidades que encierra, empezando por el reparto: de protagonista absoluto, Paul Newman (americano, y ya colaborador de Altman en la posteriormente citada "Buffalo Bill y los indios"), de coprotagonistas, la sueca Bibi Andersson (no confundir con nuestra Bibiana cañí), una de las intérpretes preferidas del genial Bergman (con toda la razón del mundo), cuya presencia viene además a reforzar la idea de la admiración de Altman hacia aquel director ya manifestada en uno de sus films anteriores, "Tres mujeres" (Three women, 1977); nada menos que nuestro buñueliano y tristemente difunto Fernando Rey; el italiano y ya algo altmaniano Vittorio Gassman (aparecido en "Un día de boda", A wedding, 1978), y la francesa Brigitte Fossey, famosa desde que fuera sensible infante en aquella maravilla de René Clement titulada "Juegos prohibidos" (Jeux interdits, 1952). A todos ellos se les coloca en un escenario helado que muestra un mundo en plena agonía (¿a causa de un cambio climático como el que nos acecha en realidad?), embozados en unos ropajes dignos de un cómic de Moebius, dominados por el hastío ante un futuro que no existe, enfrentándose entre sí por prevalecer (en el fondo, por pasar el rato), en un juego decadente, perverso, mortal, cuyo nombre da título y todo un despliegue de simbología a la película, sin duda articulada en torno a tal primo (numérico). En su determinación de darnos su visión de cada género cinematográfico -ya lo había hecho con "Un largo adiós", The long goodbye, 1973, (el cine policíaco); MASH, 1970 (el cine de guerra); "Buffalo Bill y los indios", Buffalo Bill and the Indians, 1976 (el cine del oeste); Popeye, 1980 (el cine basado en personajes de cartoon); Nashville, 1975 (el cine musical)- Altman se remite aquí a la ciencia-ficción, a la cual pasa por su personalísima óptica. El resultado es una película tan extraña e inquietante como la mentada "Tres mujeres" o como aquella "El volar es para los pájaros", (Brewster McCloud, 1970), de imágenes seductoras, diálogos paranoicos, personajes imposibles de nombres tirando a delirantes (Ambrosia, Vivia, Deuca, Grigor, Francha, por poner algunos ejemplos...), plasmación, en fin, del tedio que domina a una humanidad para la que ya no hay esperanza. ¿El premio para el ganador de Quinteto? No sólo la vida, también la consciencia de esa situación de agonía, el desengaño, y, en fin, la soledad más absoluta. Inolvidable el alejamiento de este último ser (no os desvelo su nombre) de la ciudad fantasmal en la que se ha desarrollado la última partida, disolviéndose su silueta en el hielo, quedando éste como dueño y señor de todas las cosas.


viernes, 6 de abril de 2007

FLORENCE, QUEEN OF BLOOD

Probablemente Florence Marly (Obrnice, antigua Checoslovaquia, 1919-Glendale, California, 1978) sólo pasará a la historia del cine por haber sido pareja fílmica de Humphrey Bogart en una de sus menos notables películas ("Secuestro", Tokyo Joe, Stuart Heisler, 1949) y, sobre todo, por su breve pero inolvidable interpretación en "Planeta Sangriento" (Queen of blood, Curtis Harrington, 1966), una película barata, equivalente fílmico del monstruo de Frankenstein en cuanto a que se compuso a base de trozos de una película rusa de ci-fi que Roger Corman, el productor, había adquirido a precio de saldo, que traslada el mito vampírico al espacio y en la cual encontrarían sustento (vampírico también) directores muy famosos como Ridley Scott ("Alien, el octavo pasajero", Alien, 1979) o Tobe Hopper ("Fuerza Vital", Lifeforce, 1985).
De la vida de esta actriz, llena de acontecimientos en verdad curiosos, a destacar que el nombre que le tocó al nacer fue el de Hana Smekalova, que iba para cantante de ópera, hasta que su vocación se torció cuando el director francés Pierre Chenal la descubrió mientras estudiaba arte y literatura en La Sorbona y la hizo su esposa y su actriz. Que huyó del nazismo tras la invasión de Francia y se refugió en Argentina; que, posteriormente, después de pasar una temporada en Hollywood, adonde había sido exportada para satisfacer esa continua demanda de exotismo que haría grandes a Garbo, Dietrich o Lamarr, fue acusada de comunismo al confundirse su nombre con el de la cantante de club Anna Marly, baldón aclarado con posterioridad y restituida Florence a Hollywood; que, divorciada de Chenal, casó con un conde austríaco, o que compuso la banda sonora de Tokyo Joe e incluso escribió el guión y la partitura de una no muy buena película de ciencia ficción, The space boy (1973).
Pero su gran obra, de cara al forofo de la ciencia ficción y el terror cinematográficos, es la ya mencionada Queen of Blood, donde ella era la vampira espacial, a la que un grupo de inconscientes astronautas humanos, entre los que reconocemos a unos jóvenes John Saxon o Dennis Hopper, rescataban y acogían en su nave, y a los que, a modo de singular agradecimiento, iba seduciendo-desecando golosamente...hasta que ella misma encontraba la muerte a manos/uñas de la única tripulante femenina de la nave (Judi Meredith). Su aura sería guiñada por Tim Burton en la más bien divertida Mars Attacks! (1995), en la que una marciana llena de curvas, como Florence, pero mucho más literalmente devoradora de hombres (bueno, al menos de Martin Short jaja), la siempre enloquecida Lisa Marie, lucía un look semejante. Pero esa imagen no habría sido jamás homenajeada si no hubiese quedado en el recuerdo colectivo la verde criatura reclamando acceso a las venas de sus víctimas, en escenas de horror de bolillos, en las que la transformación de Florence en monstruo seductor, sus miradas y su sonrisa hipnóticas dirigidas a víctimas y a espectadores, la suavidad malsana de sus movimientos, sus labios y su lengua relamiente hasta lo turbador, su recreo digno de gourmet mientras saborea el preciado rojo alimento de las muñecas y los dedos masculinos constituyen pinceladas maestras del erotismo bizarre. Esta reina extraterrestre, terrible y frágil (hemofílica como otras reinas), ponedora de huevos como digna alien, invasora pero sólo merced a su premiosa necesidad de supervivencia, sigue siendo magnífica cuando yace muerta, y hasta suscita compasión, y odio hacia la barbie-girl Meredith, su (humana) asesina.
Florence Marly nos dejó realmente con apenas sesenta años, cuando la muerte le propinó un arañazo en forma de ataque al corazón. Recuérdese su nombre, y ansíense sus acercamientos a nuestra memoria, flaca y desagradecida en ocasiones como la que nos ocupa.

jueves, 29 de marzo de 2007

SANGRE FRESCA: UNA CHICA INSACIABLE


De "Sangre fresca: una chica insaciable", título bobo donde los haya (corresponde al rebautizo español de Innocent Blood, John Landis, 1992), se ha sabido muy poco desde su estreno, que tampoco fue nada sonado pese a ser una película de alto presupuesto, efectos especiales espectaculares, y un reparto actoral excelente encabezado por Anne Parillaud, aquella Nikita tan poderosa y al mismo tiempo tan desvalida a la que ninguna otra actriz, ni siquiera la sólo a veces contundente Bridget Fonda en la inevitable versión americana ("La asesina", Point of no return, John Badham, 1993), conseguiría superar en dicho rol. Es aquí nuestra Anne una vampira con ética: sólo emplea como alimento sangre de mala gente, principalmente gángsters de la gélida ciudad de Pittsburgh (casi vecina de la aún más famosa por su mafias Chicago). Además, por si fuera poco, la bondadosa vampira, tras el festín de hemoglobina perversa, impide que la vampirización prospere mediante un disparo en la cabeza de su víctima (sí, aquí a los vampiros se les puede matar más fácilmente de lo que la tradición manda), de ese modo hace que, llamémosla así, la epidemia no se extienda y cree una legión de muy feos muertos vivientes (los vampirizados no tienen una pinta tan saludable como la protagonista, el origen de ésta no se explica, sólo sabemos de ella que es francesa). El gran problema comienza cuando un capo mafioso (Robert Loggia), convertido en sorbete de Marie (así se llama nuestra "prota"), evita el tiro de gracia y se dedica a extender la plaga con fines más bien megalómanos.
John Landis había conseguido estupendos resultados con otra película similar, pero ésta centrada en las andanzas de un atribulado licántropo, titulada "Un hombre lobo americano en Londres" (An American werewolf in London, 1981), en la que el terror, el amor y el humor (muy negro humor) se aúnaban en una mezcla casi mágica. Inténtándolo esta vez con el vampirismo, y cambiando el sexo (y la calidad) del protagonista, los resultados, aun siendo apreciables, dejan una sensación al espectador de fórmula agotada. Sin embargo, no creo que la relegación casi absoluta que el film ha sufrido (recuerdo que ni siquiera su edición en vídeo fue en exceso comentada) sea merecida: entre sus aciertos, comentar, o recomentar, a la actriz, cuyo sentido del erotismo, entre salvaje y frágil, cumple a las mil maravillas con su cometido. Aparte de mostrarse desnuda de la manera más apasionantemente natural, como rara vez hayamos visto en el cine, sus intervenciones carmílicas son inolvidables: cuando ataca, sus ojos se prenden de un fuego colorista y su aspecto tiene toda la pinta del de un gato (gata) cazando a un pajarraco. Por otro lado, su consideración del género humano, al que no pertenece, es en verdad generosa: no sólo siente arrepentimiento y asco de sí misma cuando ha dejado seco a un maleante, sino que se enamora del policía que rastrea a sus víctimas en Pittsburgh (Anthony La Paglia). Un amor en principio imposible que, sin embargo, dará lugar a un "happy end" que es casi lo más fantástico del film, además poseedor de toda una serie de escenas hilarantes, alguna brillante, nunca mejor dicho, como la que muestra la riqueza cromática de los iris de Marie mientras hace el amor con La Paglia, y curioso por ofrecer una variante del vampiro atormentado por su propia naturaleza mucho más desenfadada, menos grandilocuente que la expuesta por Rice en sus millones de Lestats. Si la encontráis (yo la logré en italiano), a disfrutarla.

domingo, 25 de marzo de 2007

SUCESOS EN LA CUARTA FASE

Supe por vez primera de "Sucesos en la cuarta fase" (Phase IV, Saul Bass, 1974) por una poderosa secuencia mostrada en un programa dedicado al cine, en su apartado de estrenos, en la que se veía a un personaje escondido tras un traje muy semejante al que protege a los astronautas caminando a duras penas por un paisaje desolado y portando un arma extraña. Al caer y romper el cristal de su escafandra, el hombre se la quitaba y enseñaba su desesperación a la cegadora luz del sol. A la secuencia se acompañaba un comentario que hacía alusión a hormigas asesinas. No olvidé aquellas escenas, aunque no conseguí identificar la película hasta años después, cuando me compré un VHS y me encontré en el video-club con una carátula en la que una mano humana era traspasada por una hormiga y, justo encima, un título tirando a ridículo que parecía aprovecharse del éxito de la mainstream "Encuentros en la tercera fase" (Close encounters of the third kind, Steven Spielberg, 1977). Como devorador de todo tipo de películas que uno es, y sin olvidar nunca aquellas escenas con no sé qué y su comentario rozando lo irrisorio, ni se me pasó por la cabeza no proceder al visionado de ésta, acto de vehemencia que me reportó grandes sorpresas: justo dentro de la carátula se hallaban aquéllas escenas del pasado, en el marco de otras muchas en verdad espeluznantes.
Lo que la película cuenta es descabellado, pero lo hace con tales sentido de la lógica y rigor científico, que sólo se puede hablar de "Phase IV", mejor la llamaremos por su título original, como la película de cine fantástico más racionalista de la historia.
Un extraño fenómeno en el universo, ¿un choque de cuerpos celestes?, produce una no menos extraña fuente de energía que hace que nuestras hormigas adquieran inteligencia. Primero las distintas especies fórmicas dejan de luchar entre sí y se unen para hacer que sus enemigos más próximos, arácnidos, mantis, escarabajos, desaparezcan de su entorno. En segundo lugar, o segunda fase, las hormigas se enfrentan al hombre, representado en las figuras de dos científicos y una chica, única superviviente de una familia de granjeros, que se atrincheran en un laboratorio-domo. Los humanos intentan la comunicación, pero al comprobar que no es posible, proceden a destruir a los insectos recurriendo al clásico insecticida...pero las hormigas reaccionan creando otras resistentes a través de una reina convertida en fábrica de ultragenética. La chica intenta salvar a sus compañeros saliendo al exterior, pero fracasa. Uno de los científicos muere, y el otro sale también al exterior para enfrentarse en soledad a la amenaza. Su reencuentro con la joven revela que ésta ya no es la que era, sino que, según una hipótesis a la que el film te ha arrastrado dejándote poco lugar para otras alternativas, es una nueva reina creada a imagen y semejanza de la joven...¿con qué fin? En verdad aterrador: su unión al científico superviviente, cuidadosamente seleccionado, para crear una nueva raza. Da comienzo entonces la “Phase IV” del título, justo cuando la película termina.
Una idea genial con un desarrollo genial, una mirada semejante a la que surge de las facetas de la hormiga, fría y analítica, y una progresión geométrica de los hechos a tono con el avance implacable de los insectos en sus determinaciones se conjugan y dan lugar a una película de tesis que no sólo no aburre sino que produce un creciente interés. La tesis: en igualdad de condiciones intelectuales, la hormiga derrotaría al hombre sin grandes problemas merced a su especialización, adaptabilidad y gregarismo. Tras la cámara, Saul Bass, un hombre conocido por haber diseñado alguna escena gloriosa como la muerte de Janet Leigh en la ducha de aquel motel hitchcockiano, y títulos de crédito en ocasiones mucho más memorables que la película a la que servían de promesa (La gata negra, Walk on the wild side, Edward Dmytryk, 1962). No es de extrañar que haya sido él el creador de esta obra maestra sin ninguna clase de parangón, tristemente desconocida, parte ya de la genética de alguno de mis más silenciosos terrores.

viernes, 23 de marzo de 2007

OPERACIÓN GANÍMEDES


Dirigida por el alemán Rainer Erler (http://www.rainer-erler.com), además de realizador, escritor de novelas de ciencia ficción y dramaturgo, no puedo olvidar una película titulada “Operación Ganímedes” (Operation Ganymed, 1978), que ofreció en forma de serie de dos capítulos, hace ya bastantes años, Televisión Española. En ella, Erler cuenta la epopeya de una expedición humana a Ganímedes, el enorme satélite de Júpiter que más juego ha dado a ufólogos obsesivos, pseudovisionarios de sobremesa y tántrico-místico-fantasmagóricos, y lo hacía en una época, los setenta, en la que todavía no se sabía que otros satélites de ese mundo colorista, Europa a la cabeza, parecen mostrar más posibilidades para albergar el que constituye el elemento mágico y fantástico de la película: la vida. La vida en su estado más primigenio, casi caldo de cultivo, es el motivo por el que nuestros astronautas pasan toda clase de sinsabores astronáuticos, e incluso pierden la propia. Por primera vez, creo, se nos muestra en el cine de forma bien realista el viaje espacial en sí como empresa altamente peligrosa, muy lejana de esos periplos de ensueño y naif que Mélies nos enseñaba o de esas ilustraciones de estados lisérgicos con las que Kubrick iluminaba e intentaba hipnotizar en alguna de sus películas. Las naves no son maravillosas sino cubículos claustrofóbicos, los vehículos lunares recuerdan mucho a los que, en su día, recorrieron nuestra Luna; el espacio interplanetario exige a los protagonistas una continua preocupación por mantenerse a salvo.
Pero las vicisitudes del grupo de astro-supervivientes no terminan con su viaje espacial: no supone ningún respiro su retorno a una Tierra que ha dejado de ser familiar , que se ha olvidado de ellos y de su misión por completo. ¿Es ésta la Tierra como al final se revelaba aquel Planeta de los Simios?. Tal vez, los cosmonautas ni siquiera han regresado, y el desierto de reminiscencias post-nucleares que los recibe es sólo un último lugar para la reflexión, el sueño, la locura, el enfrentamiento de cada hombre consigo mismo antes de abandonarse al fin.
Hasta ahora no había reencontrado esta película. Está hecha con pocos medios, pero con un sentido de la visualidad desarmante, poderosas imágenes a través de las que Erler, sin ninguna concesión, ilustra una gran empresa humana con todo detalle de fisicidad y de psicología, un viaje que es, en fin, análisis de nuestras propias existencias y la realidad de su desamparo; expedición, en fin, a lo más profundo del espacio interior. Como digo, vuelvo a compararla con las señales que dejó en mi recuerdo de adolescente y resulta aún más contundente...aunque sólo la he encontrado en alemán, merced a esa mulita que trae y lleva en ocasiones maravillas inexplicablemente desconocidas como ésta.