miércoles, 30 de mayo de 2007

AMOR CALLADO


Hay en “El último mohicano” (The last of the mohicans, Michael Mann, 1992) una historia de amor que casi podríamos calificar de embrionaria durante casi toda la trama, pero que, no se sabe muy bien si por mérito de su director (el miamiviceño Michael Mann) o porque la cosa salió así involuntariamente, presenta mucho más atractivo que la surgida entre Ojo de Halcón (Daniel Day-Lewis) y Cora (Madeleine Stowe). Se trata de la que se da entre Uncas (Eric Schweig), uno de los compañeros mohicanos de Ojo de Halcón, y Alice (Jodhi May), la a lo largo de casi toda la peripecia triste sombra de Cora, su hermana. Así como la atracción Ojo de Halcón-Cora se manifiesta en seguida de una forma arrolladora, explosiva, muy explícita y sujeta a todos y cada uno de los convencionalismos de Hollywood, el amor entre el indio sensible y la frágil blanca rebasa en pocas ocasiones su discreción; Alice aparece en un estado nervioso lamentable que la lleva a apoyarse continuamente en su bellísima, resuelta y desinhibida hermana durante casi toda la peli, mientras que Uncas guerrea junto a su padre y a Nathaniel-Ojo de Halcón, y también aparece como desvaído al lado de éste, alto, guapo, triunfador y blanco (no lo olvidemos, incluso a pesar de los tiempos), además encarnado por un actor “british”. Una y otro son unos fracasados de su época, pero a mi entender de romántico empedernido y nada al uso (modestia aparte), es en estos caldos de cultivo tan en principio adversos donde el amor puede surgir de una forma más diferenciada y apasionante. En una de las escenas en que se manifiesta, Alice, absolutamente fuera de sí a causa de las emociones pasadas, está a punto de resbalar y caerse a una cascada…en ese preciso momento surge Uncas, coge a Alice y la pone a salvo sobre el suelo. El abrazo y las caricias que el mohicano le prodiga muestran no sólo una inmensa ternura sino un mucho de desesperado y hasta de premonitorio. En efecto, ya hacia el final, Uncas luchará con el hurón Magua (un siniestro Wes Studi) y sus guerreros por Alice, a la que aquél intenta llevarse como presa de su venganza. Uncas, como un nuevo Héctor, no sobrevivirá al Malo, y tras su caída, se producirá algo así como el despertar de Alice: la muchacha, que habrá hecho un vano intento de ayudar a Uncas desasiéndose bruscamente de sus captores, elegirá morir en el mismo precipicio donde yace aquél antes que acabar con el rencoroso hurón. Alice, a la que habíamos visto como un ser cobarde e incapaz de vivir en un mundo salvaje como el que le ha tocado en gracia, mostrará una fortaleza que durante todo el film se le ha negado, y su determinación muy cercana a la de Tosca aterrará por un momento al mismísimo Magua. Unos segundos antes de su suicidio, la cámara enfoca su rostro y en ningún momento habrá aparecido más bella que en éste (es también mérito de la actriz, la otrora niña prodigio Jodhi May). Poseen tal fuerza estos instantes, que los restos de la intriga (el padre de Uncas mata a Magua, la pareja protagonista queda a salvo, unida y feliz, el ahora último mohicano reza por su hijo muerto...) ya no tienen gran interés, y se puede decir que esa historia de amor callado, tan misteriosa como sugerente, se yergue de sus profundidades como uno de los más férreos pilares de la película, por lo demás, vistosa y entretenida.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Por favore, el último mojicano era un tío curtío con los osos del enorme wester americano, y demás tenía con ser el último, y a la vez es el primero, pues lo cojas por donde lo cojas, da igual. En cuanto al amor, ya lo sabeis, es inabarcable en sus manifestaciones, la verdad, una pena, que no se pudiera desarrollar en ese momento, y su creación de pareja de hecho o casada tribalmente, viva el amor. CON MAYUSCULAS.

Miriam dijo...

Bellísimo comentario sobre una de las historias de amor más sutiles y misteriosas del cine.
Es mucho más adulta, sugerente, pura y poderosa que la de los protagonistas. Más profunda y significativa y sólo apta para paladares sensibles. Y es que, como casi siempre, menos es más: una leve caricia, un ligero abrazo o una mirada hablan más alto que la mayor de las declaraciones.