lunes, 21 de mayo de 2007

CIELO PARA UNOS POCOS


A "La puerta del cielo" (Heaven's gate, Michael Cimino, 1980) le traicionó su desmesura en varios sentidos: su altísimo presupuesto, el metraje descomunal que Cimino rodó (se dice que unas doscientas horas) y sobre todo su fidelidad aplastante a la verdad de cómo se construye realmente un megapaís como EEUU. Graves errores, si es que por un momento nos atrevemos a llamarlos así, que acarrearon la desgracia para el film y para su director desde su misma productora, la United Artists, sumida por aquel entonces en una crisis cercana a la ruina, necesitada de un chivo expiatorio para disimular sus propios errores, función que podía desempeñar perfectamente "La puerta del cielo" y que de hecho desempeñaría a la perfección después de cortar aquí y allá y abandonarla a la incomprensión de cualquier mortal sin capacidades adivinatorias, con la consiguiente acusación de pretenciosa, burda, interminable, soporífera, bestia, etc. Así fue como una de las grandes obras cinematográficas de los últimos tiempos, y aun me atrevería a decir que de todos los tiempos, en su singularidad, su rigor histórico, su capacidad para dejarnos boquiabiertos por ese culto a la verdad, su arriesgada tesis, la de que los gloriosos EEUU se levantaron sobre la base de una bárbara ley de la selva, que de los resultados de su hechura no pudieron beneficiarse sino los poderosos, y que los poderosos pudieron serlo merced al robo, la violación, el crimen y la absoluta falta de escrúpulos. Años después de su fracaso sonado, Cimino tuvo la oportunidad de dar a su film la coherencia que le faltaba al mutilado montaje incial, y la película acaparó la atención de la crítica, se reveló como una obra maestra del cine en general, como máximo exponente del western crepuscular, se alabó su fotografía y su partitura melancólicas, las modélicas interpretaciones, de Kris Kristofferson, jamás tan expresivo; de John Hurt siempre estupendo haga de Calígula, de nidito de aliens o, como aquí, de alcoholizado hijo de papá; de la francesa Isabelle Huppert, un leitmotiv de Chabrol, inolvidable como prostituta repostera y comprometida hasta la saciedad y la muerte con el débil; las aterradoras escenas de matanza (que la muerte puede venirte en cualquier momento, de cualquier lugar, cuando te sientes más a salvo y feliz, nunca antes había sido tan duramente mostrado como aquí) y ese final de aparente sencillez pero capaz de anudar gargantas, que se limita a mostrar al último superviviente (Kristofferson), vencido y sin personalidad, con su aparente prosperidad material y el lamento por lo perdido en su mirada. Una obra a la que se le negó su condición de magistral, a seguir reivindicando.

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