lunes, 23 de abril de 2007

RECOBRAR LA SENDA

Es muy posible que "La senda de los elefantes" (Elephant walk, William Dieterle, 1954) no sea película para decir "qué original el argumento, qué interpretaciones maravillosas, qué uso de la cámara tan novedoso, etc." Tiene un guión muy semejante al de "Rebecca" (Rebecca, Alfred Hitchcock, 1940), pero cambiando a aquella Mrs. Danvers de capacidades hipnóticas (Judith Anderson) por un hindú con cara de estreñido (el exótico Abraham Sofaer, muy utilizado en películas de parecido corte, como "Cuando ruge la marabunta", The naked jungle, Byron Haskin, 1954), la fantasmal presencia de Rebecca por la del fallecido padre del protagonista, y a una estupenda Joan Fontaine con chaquetita birriosa y glamour en números rojos por una jovencísima-bella-no está mal como intérprete aunque todo se puede mejorar Liz Taylor, además incorporada a última hora al rodaje por causa de una enfermedad de la intérprete inicial, la siempre añorada Vivien Leigh. Tiene a unos chicos que no se creen demasiado sus papeles de marido atormentado por el espíritu de papi, el uno, y de seductor fracasado, el otro (Peter Finch y Dana Andrews, respectivamente). Y tiene unos paisajes más bien de postal de la antigua Ceylán (hoy Sri-Lanka) realzados por el uso del Technicolor. ¿Qué puede quedar de la película después de asistir a tamaña exhibición de insustancialidades cinematográficas? Algo hay, algo que trasciende desde el principio con más ímpetu que el fantasma de papaíto colonial, la misteriosa presencia de unos revelados como furiosos elefantes, que pugnan por recuperar la que había sido su antigua senda, entorpecida por la mansión donde tienen lugar los melodramáticos hechos, y que se acaban erigiendo en triunfadores absolutos de la función, cuando hartos de que no se respeten sus derechos proboscídeos, matan al hindú con cara de "non all-bran" y arremeten contra la mansión para no dejar piedra sobre piedra. Este final es un prodigio de planificación, de ritmo, de color y de elegancia que termina de bordar una labor absolutamente genial con los elefantes (a destacar el momento glorioso en que uno de los trompudos se lleva por delante la escalera por la que una aterrada Liz intenta escapar hacia las alturas). Se nota que el director, William Dieterle, autor de algunas películas de interés (sobre todo la asombrosa "Jennie", Portrait of Jennie, 1948) se sintió muy cómodo rodando este final, no así con el resto del film, y sus resultados nos transmiten toda su emoción, recompensándonos después del bombardeo a base de drama triangular postizo. Es como si el director, al igual que los elefantes, también se resarciese de este despropósito, destruyendo todo lo que supone artificio y falsedad a base de unas imágenes que parecen animadas de vida propia, que justifican el visionado de la película por sí solas, y que componen algunos de los instantes más electrizantes de la historia del cine.

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